Hoy, el día se ha despertado con la típica tonalidad gris sacada de un cuadro de un paisaje que intenta reflejar una sensación que no tiene nada de cálido. Me pongo la americana y el abrigo convencido de que hoy, por fin, haría frio de verdad. Salgo a la calle.
La gente, tapada hasta los ojos, camina como si tuvieran zapatos de plomo por la calle. Sus ojos, apagados, reflejan la tristeza del tiempo, que se contagia y se apodera del alma.
El día en el trabajo transcurre con total normalidad, impasible, como si con él no fuera la cosa.
Al salir del trabajo, el día es igual de negro que lo fue al salir de casa. Como si el tiempo, congelado, se hubiera quedado en casa con la calefacción a tope, tapado con una manta y tomando una taza de leche bien caliente, olvidandose de pasar.
En el ferrocarril, la sensación no es mucho más agradable. Una ligera masificación de gente a la espera de su turno auguran un viaje apoyado de cualquier forma, para leer un libro de Terry Pratchett, intentando a la desesperada aparcar todos mis pensamientos para más tarde.
Una vez fuera, al mirar al cielo, una telaraña de cables cruza la ciudad esperando atrapar con sus redes luces con formas de estrella, campanas y una silueta rechoncha de un hombre con barba y sonrisa jovial. En mis gafas, normalmente llenas de huellas al colocármelas en la nariz tantas veces al día por un tic nervioso, empiezan a mojarse con las primeras gotas frías, que llegan a última hora de la tarde, como intentando justificar esas nubes grises que han asolado el día.
Al llegar al barrio, el parque que normalmente contiene tanta vida, apenas se encuentra habitado por un par de sombras atrevidas que dan la sensación de formar parte del parque ya que se mueven tanto como un banco de piedra.
Una vez en casa, me siento delante del portátil después de una ducha caliente, recopilando toda la información e intentando plasmarla en una entrada del blog...
Hoy, lunes 8 de noviembre de 2010, ha llegado el invierno.